Una noche de invierno



Cada vez que salía con Gustavo recordaba por qué había pasado tanto tiempo de no vernos. Habíamos sido amigos desde la infancia; lo recordaba como un niño auténtico, seguro de sí mismo, optimista, generoso. Pero el paso de los años, el fin de un amor, la traición, los traumas o el trabajo arduo lo habían vuelto un hombre arisco, extraño, irracional.
Ese día habíamos ido al cine y Gustavo había hablado toda la película con observaciones que no tenían nada que ver con la trama del filme sino con su mente atribulada; cuando acabó concluyó que había sido muy buena –siempre me decía eso porque sabía que yo lo invitaba a ver cine de calidad- aunque los dos sabíamos que no había prestado ninguna atención. En el estacionamiento, camino al auto, Gustavo se sintió lleno de euforia –“por primera vez en muchos meses me siento mejor”, dijo- y atacó a un coche con un tubo que sacó de no sé dónde. En el coche habían dos hombres (esto no sé si lo sabía Gustavo de antemano). No creo que supiera lo que hacía. Gustavo se echó a correr y los hombres fueron tras él, injuriándolo y con ganas de golpearlo. Eran más corpulentos que Gustavo, aunque por eso mismo no podrían alcanzarlo. Por suerte no me vieron con él, y yo fui discretamente a buscar mi coche. Pero sabía que Gustavo, aunque rápido, podía ser lo bastante idiota para no esconderse bien. Y fui en su búsqueda.
Después de media hora lo encontré caminando. Estaba sudando y parecía asustado. Tal vez ya se había dado cuenta de lo que sucedía, de la locura que había cometido al atacar ese coche, pero cuando me vio sonrió y en su sonrisa supe que para él todo era un juego tonto, inmaduro. Gustavo, que parecía cargar en su rostro una sombra, y en su cuerpo el inmenso peso de la confusión o el dolor, ya no tenía la facultad de mirar o vivir tranquilamente. Todo en él eran impulsos incontrolables, destinos que recorría sin haberlos elegido, inercias de una vida remota que alguna vez creyó vivir pero ahora no podía ni sabía, tampoco se exigía en vivir más. Con paciencia oscura, se había olvidado de sí mismo; había aprendido a pensar en todo menos en la vida porque pensar en la vida era pensar en las manos que la dejaron ir.
Gustavo se subió al coche y al verlo pensé que en realidad era un monstruo. Entonces un hombre con una cara aún más monstruosa intentó romper la ventana y abrir mi puerta. Peor que la oscuridad de Gustavo era la oscuridad de los que nos perseguían. Pero más grande era la oscuridad de esa noche, que recuerdo aún con temor. Como si una sombra se hubiera alimentado de otra y progresivamente se hubiera llenado la atmósfera de ira, venganza, miedo y demencia. Intentaba acelerar pero hasta la tercera el coche no tomó verdadera velocidad. Durante varios metros nos alejamos de los dos hombres pero bastaba que corrieran con un nuevo impulso para que nos alcanzaran y golpearan el coche. A punto estuvieron de romper un vidrio con una piedra. Gustavo me miraba como un niño. No sabía lo que pensaba ni me importaba pero sentía alegría que al fin cerrara el pico. ¿En qué nos había metido?, ¿y por qué seguía yo invitándolo al cine? Sin duda porque sabía que Gustavo se había quedado solo; que nadie lo llamaba; que muchos, desde luego, pensaban mal de él. Sentía cierta empatía o lástima, pero había más.
Por fin dejamos atrás a los perseguidores. Antes de llevarlo a su casa, lo invité a cenar. Necesitaba calmar los nervios; no sólo los míos, también los de Gustavo. “Hey, discúlpame, cuando menos me di cuenta ya estaba corriendo de esos locos”, me dijo. En verdad creía que los locos eran ellos. Le dije que no tenía que disculparse pero si hacía esas cosas podía acarrear problemas. Le recordé la vez que había ido a sacarlo de la cárcel porque había estallado de rabia contra una mesera, rompiendo los platos y los vasos en un restaurante contra el suelo. “Sí, no sé lo que me pasa. ¿Viste la final de béisbol?”. “No, no veo béisbol, no le entiendo”. “Yo tampoco, pero es bonito”. Con Gustavo, conversar era ir saltando de un tema a otro sin ningún cuidado.
“¿Te acuerdas cuando éramos niños?”, le pregunté. “No, he olvidado mi infancia”. “Inténtalo, Gustavo, sólo intenta recordar”. “No puedo. Cuando estuve en terapia, el psicólogo me preguntaba mil cosas de mi infancia. Insistió tanto que tuve que inventarme una. Al parecer esos doctores no pueden ayudarte más que a través de cosas de tu infancia o de tus padres. Pero yo lo he olvidado todo”. “Acuérdate de mí, de cuando jugábamos futbol o vendíamos dulces a mis vecinos. Eras el niño más bueno, más bondadoso. Mientras que los demás niños eran egoístas, tú siempre pensabas en los demás antes que en ti. Siempre compartías tus juguetes o preguntabas a los demás si no querían de tu comida antes de llevártela a la boca. Era algo muy tuyo”. Se me quedó mirando. Por un instante pensé que recordaba algo pero después concluyó: “Eso debí haber inventado. Eso hubiera estado bien decirle a ese psicólogo de mierda”.
Lo vi cansado. En el postre, los ojos se le cerraban. Pedí la cuenta y lo llevé a su casa. Fue la penúltima vez que lo vi. Dos años después murió de un infarto fulminante, pero me llamó semanas antes, como si conociera del fin de sus días y hubiera querido despedirse a su manera. “Perdón que no hayamos ido más al cine. En verdad eran muy buenas las películas”. Lo había invitado algunas veces más, preocupado en el fondo, y en efecto se había negado. “Yo me siento un poco triste de no haber entendido este mundo”, continuó, “pero iré a otro y espero ahí sí entender”. “¿Qué otro mundo, Gustavo? Éste es el único”, le dije. “No, hay otros seis. Son siete los mundos por los que transitamos, eso lo leí no recuerdo dónde”. Cuando murió sentí tanta nostalgia como alivio. En el fondo, Gustavo me importaba mucho. Y, aunque fuera tan extraño, le quería. No podía olvidar sus ojos a los seis, doce o quince años. Esos ojos borrados por el tiempo. Esa inocencia, esa humanidad perdida. Tres noches después de que murió volví a verlos, en un sueño.
Gustavo y yo estábamos en un cine, mirando una película muda en blanco y negro, como si estuviéramos en los veinte. Pero ni a él –como siempre-, ni a mí –que me impactaba su presencia- nos importaba la película. Gustavo me miraba como si supiera que estaba muerto y yo vivo. Y tenía esos ojos. Se veía, otra vez, en calma. Entonces se despidió de mí. Me dijo cosas que en cuanto desperté escribí. Me dijo, por ejemplo, que había entendido lo que yo había querido decirle aquella noche en el restaurante después del incidente. Me dijo: “Estaba ciego, dios mío. Pero ¿sabes qué fue lo que me dejó ciego? Me cegó darle tanta importancia a cosas que no la tenían. Esa mujer que me engañó, en verdad, ¿qué importaba? Aquel trabajo de esclavo que tenía, ¿por qué nunca lo dejé? Igual me hubiera muerto, pero hubiera visto algún amanecer o atardecer con mejores ánimos. ¿Las personas que me traicionaron? También morirán. ¿Mis traumas, mis pesares? También murieron. No sé en qué pensaba pero por fortuna ya no tengo que pensarlo más. También por fortuna en vida conocí a alguien como tú. Eres un buen tipo y eso en verdad es todo lo que importa mientras vivas. Y pude recordar tus palabras en cuanto caminé estos caminos. ¿Lo demás? Pues a veces saldrá o no saldrá, pero no tienes por qué preocuparte. Ahora tú escúchame a mí. Lo único que hago es devolverte el favor que me hiciste mientras viví, si se llama vivir al desmadre que hice. Porque cuando llegué acá lo primero que hice fue pensar en tus palabras, en lo que habías dicho que yo era cuando éramos niños. Si yo estoy bien ahora entonces no tienes nada de qué preocuparte tú. La vida es tan hermosa que nunca se acaba. Y no son cinco mundos, como pensé. Es sólo uno, como dijiste tú, pero se extiende y se extiende”.
La película había terminado y nos pedían que abandonáramos la sala. 

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