Obituario


La época en que conocí a Irene me dedicaba a escribir notas informativas para un periódico de alcance nacional. Eran tareas que se resolvían con velocidad (escribir, para mí, es como para los demás hacerse el desayuno o respirar).
Lo más laborioso era estar atento al flujo de la noticia en los demás medios. Ese día había escrito el obituario del actor Philip Seymour Hoffman, pero percibí que la noticia corría con frialdad, sin mayores reacciones del público o de los propios redactores y jefes de información. Como todo, fue veloz.
Sonó mi celular. Era Irene. Me confirmaba que podía ir a la playa al día siguiente. Eran las últimas palabras que redactaría. El fin de semana estaría en la playa con Irene, desconectado del mundo. Mi turno había concluido.
Por la tarde vi a unos amigos. Conversamos del viaje de una amiga a Finlandia y de un concierto de rock al que todos querían ir, pero yo quería hablarles de la muerte de ese hombre y ese actor que había admirado tanto y que siempre había creído auténtico o veraz: Hoffman. Como en los medios, nadie quiso hablar de ello.
El viernes viajé con Irene. El camino fue caluroso y lleno de convoyes militares y retenes (en Michoacán se vive una guerra entre gobierno, narcotráfico y policías comunitarios). Llegamos de noche, dejamos las maletas en el hotel y salimos a cenar.
Todo fue bien hasta el final de la cena. En algo no estuvimos de acuerdo. Irene se puso celosa de no recuerdo quién y tardamos como hora y media en reconciliarnos. Así son las cosas con Irene a veces, aunque también son simples y hermosas. Al día siguiente la llevé a la playa, caminando entre los árboles de la selva de aquella región. Y en el atardecer nadamos en la alberca.
Salvo en dos o tres momentos, me sentí bien con Irene. La vuelta fue fantástica. Cada momento lo fue. ¿Por qué decir que no?, ¿a qué hacerse el mártir o el desamparado? La felicidad me era asequible, salvo en los momentos en que, entre otras cosas, volvía a pensar en la muerte de Seymour y en ese silencio cómplice que la rodeaba.
Su muerte no era feliz ni agradable. Y nadie preguntaba o decía nada sobre ese actor hallado en la tina de su casa con una jeringuilla clavada en el brazo, muerto. Me producía tanta extrañeza ese silencio. Como si no se quisiera hablar de algo que unos llevamos dentro y los demás somos testigos. ¿Por qué ese hombre había pasado días y días, semanas y meses, quitándose la vida, sin que nadie dijera nada?
No lo mató la jeringuilla ni la heroína ni el paro cardiaco: lo mató ese silencio. Lo mató el secreto. 
“Pero, ¿por qué?”, me preguntó Irene a mitad de una madrugada llena del sonido del viento. “¿Por qué qué?”, respondí. “¿Por qué te afecta tanto?”. “Era un actor sensible, vulnerable”, le dije, pero no, no era eso, no podía ser eso. No sabía realmente. Y la oscuridad nos rodeaba en las noches y en los días veíamos brillar el sol con una intensidad esplendorosa. 
Un hombre había muerto y los demás debíamos vivir, seguir viviendo, sin saber nada de Philip Seymour a quien creíamos conocer tanto por verlo en dos o tres películas, sin saber nada de nadie y con la única luz de, al menos, conocernos a nosotros mismos, pero al cabo también esa una luz frágil, efímera, temblorosa.
Y la oscuridad nos perforaba los labios y los ojos y las manos, y veíamos brillar el sol todos los días sin saber por qué vivíamos, por qué moríamos, ¿de dónde nuestro paso por el mundo?, ¿de dónde Irene?, ¿de dónde ese sol y ese mar? Preguntas que se haría Philip Seymour Hoffman en una época más plena de su vida (el recuerdo de esa plenitud habría acabado por desquiciar su corazón tristísimo).
El sol era lo primero que veíamos Irene y yo y todas las mujeres y hombres del mundo y Hoffman había muerto, ¿de dónde la vida y la muerte de Hoffman? En un mal viaje de heroína en la tina de su penthouse en Nueva York sin que los vecinos se inmutaran, ¿tenía pareja?, ¿hijos?, ¿vivían sus padres? No investigué. Por ética, la vida privada no debía revelarse en los periódicos; y a mí no tenía por qué importarme.
Nadie interrumpió su vida cotidiana mientras un hombre pasaba de las alucinaciones de la droga a las profundidades de la muerte.
Sólo fue un golpe en la puerta, el sonido del timbre, la voz del que fue a visitarlo; pero, sobre todo, el silencio como respuesta, lo que condujo a algo que sería una noticia sin impacto en la decimosexta página de un periódico sin trascendencia; noticia redactada por un hombre distante a Hoffman que debía romper ese silencio, ese secreto y ese pacto vergonzoso en unas cuantas líneas verídicas.
Irene se había ido a caminar por la playa y yo me había quedado pensando en todo esto durante no sé cuánto tiempo. 

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