Busco a mi padre



Busco a mi padre. Me dijeron que era ciego y yo pensé: ¿para qué voy a buscarlo si no podrá verme? Pero de igual forma hice el viaje. Tomé el autobús que lleva a la capital y en la estación del norte pasé dos noches cuidando la maleta de los rateros, tomando cafés y chocolates y pan, esperando a que un primo viniera a prestarme dinero. Llegó. Yo busco a mi padre. Traigo su retrato impreso entre las hojas de una revista. Desde chico le dije a mi madre: “Yo sé que Antonio no es mi padre aunque eso diga”. Y ella se echó a llorar y me contó la historia, la mía. Yo no lloré. Yo busco a mi padre. Yo me puse a averiguar y quise ir a verlo cuando me sentí preparado. “Está en el desierto de Querétaro”, así me dijeron. Ni sabía que había un desierto en Querétaro, ¿y para qué mentir?
En el trayecto creí que me quedaba ciego, que la ceguera era contagiosa o la heredábamos al buscar a quienes nos dieron la vida. Desde mi asiento, el dieciséis, sentí que me perdía. Salimos de madrugada, temprano. Cuando amaneció escuché que la gente bostezaba de alivio, de la pureza que siente uno cuando despierta. Como si los viajeros se dijeran: “Estoy en un camión. Está amaneciendo. Voy hacia un lugar donde me esperan”. Pero yo no vi que amaneciera. Yo vi murciélagos revolotear por el pasillo como si el camión fuera su cueva. Eso lo vi por quince minutos. Luego vino una sombra a sentarse conmigo porque estaba vacío el asiento de junto. Llegó a sentarse y a murmurar o sollozar. Me acerqué para entenderla, mientras oía a lo lejos el barullo que hacen las gentes cuando ven que amanece, como si fueran gallos. Hasta le dije: “¿qué te pasa, sombra?”. Y vi que se sonrojaba. Luego miré por la ventana. Yo busco a mi padre. Cuando volví a mirar ya se había ido.
No me cansan los viajes largos. A otros sí. Por eso lo digo. En Querétaro trasbordé para internarme en su desierto. No me asombró. El desierto del norte me asombra, pero acá no. Acá la tierra como que no la sientes cerca. Había llovido y la tierra estaba lejos. Yo busco al ciego, dije. Es por allá, dijeron. Yo busco al ciego, volví a decir. Es por allá, dijeron. No pensaba en mi ciudad, como si no me importara arrancarme de tan lejos para venir a buscarlo. O como si al principio me hubiera dolido y ahora ya no doliera. Más bien lo último. Yo quería verlo, aunque él no me viera.
Lo hallé sentado en una mesa, en el patio de una casa muy pobre, fabricando figurillas de mármol. Allá hay mucha piedra. Y les encanta andar picándola para presumirla y venderla. Hay obsidiana, por ejemplo, con la que mi padre mató a los venados hace décadas. Eso me dijo antes de saludarme. Eso fue lo primero que dijo. La conversación, en realidad, fue miserable. Ni siquiera alcancé a decirle por qué había venido. Me ofreció una figurilla de mármol con forma de mamut por cincuenta pesos. Tampoco le dije que yo era su hijo, que me estaba yendo muy bien en la vida, porque a otros les va peor. Esa es la verdad: yo obtuve para un techo y me licencié en derecho. Posiblemente se haga alrededor mío una familia. Pero esas son cosas que pienso ahora. Entonces ni siquiera llegó a asomarme en la cabeza mi ciudad, que estaba lejos.
Yo encontré a mi padre con sus manos en la piedra y los ojos llenos de lagañas y me hallé desprotegido, sin saber qué decirle. Me hubiera gustado arañarlo o rascarle la espalda hasta que me dijera: “basta”, pero mejor saqué una botella de mescal de la mochila y dijo: “al mescal no me niego”. “¿Y usted de dónde viene?”, me preguntó al fin. Y no temblé. Lo inventé, desde mi nombre. Se hizo la plática. Vi su risa. Bueno, la escuché, pero vi los dientes que había detrás de la carcajada y su garganta honda. En eso me concentré. Con eso bastó. Con eso me fui. Le compré el mamut. Le dejé un billete de quinientos pesos. 

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