Los magos



Valentí me dice que debo ser paciente. La otra vez quise imitar su truco de la pecera. Me saltaron los peces y casi se mueren. Los devolví al agua enseguida y respiré asustado. Después de todo, de tres años analizando cada movimiento, pensando por las noches cómo hizo lo que hizo, no había entendido nada. Cuando creía empezar a entender a Valentí ya estaba perdido. Cuando creía emprender una ruta nueva, Valentí ya la había previsto desde hace décadas.
Paciencia, paciencia, repetía. Un día se sacó un halcón del ojo izquierdo. Un halcón de verdad que salió entre su mano y su ojo, mientras Valentí se divertía actuando no sé qué personaje burlón e improvisado que lloraba mientras se dolía por una herida en el ojo del que salía una sangre artificial. Lo que para el público era un momento conmovedor para mí tenía que ser observado analíticamente, sin perder el juicio por eventuales melodramas. Y sin embargo era imposible sustraerse a esa imagen. Valentí lloraba por un ojo y por el otro comenzaba a salirle un ave. Y el halcón volaba sobre el público, majestuoso.
De vez en cuando me revelaba algún truco. Pero me lo revelaba con paradojas y metáforas que yo tenía que desentrañar durante horas de paciencia, paciencia. Una noche de abril se soltó una ráfaga de viento que hubo que cerrar todas las ventanas y puertas. Se escuchaba un silbido estremecedor afuera, y las hojas y las ramas de los árboles en desavenencia. Valentí tenía los ojos cerrados y hablaba con no sé qué fantasma o invención de su magia. Y entonces reveló que su magia no implicaba trucos. Que la sangre del otro día había sido verdadera. Lo dijo como si me lo dijera a mí, pero se lo decía a alguien que, según él, había ido a visitarlo de manera invisible. Pero de algún modo respondía a mis inquietudes y yo no sabía ya en qué pensar. Me desvanecí en la silla mientras oía las palabras del mago y del viento, cansado incluso de pensar. Y entonces el mago comenzó a hablar con la voz de una mujer y dijo sentencias y profecías que tampoco entendí. ¿Por qué hacía todo eso? Y una vez más la pregunta: ¿cómo?
Fue entonces que Valentí volteó a verme y sus pupilas eran naranjas. Irradiaban una constelación o un fuego o una figura incomprensible. Y me dijo: paciencia, paciencia, que todas las montañas están llenas de tierra paciente, que todas los cielos son de azul cotidiano, laborioso, perseverante. Sus ojos me escrutaron. El viento terminó y se oyó calma. Apenas el sonido de un pájaro perturbaba esa calma. 
Salí y caminé y llegué al río. Me quedé mirándolo. Los peces que ahí nadaban tenían cierto misterio. Cierta belleza. El río, las aguas, aquel instante. Debía ser la felicidad pero sólo era el misterio revelado del truco de la pecera. Precisamente ahí lo había guardado Valentí todo ese tiempo. Y había faltado la ráfaga de viento y una distracción para producir el primer desciframiento. 

De La orilla de los mares ©