Es lo único



Un día nublado, recién había entrado a la universidad (en un ínter fui nini), me tocó por compañero de equipo a un freak. Hablamos de filosofía. ¿Pero qué has leído de filosofía?, me preguntó con desesperanza. A Nietzsche, dije. ¿Pero realmente lo lees? Cualquiera puede leer a Nietzsche, dijo, levantando la voz. Me quedé callado porque se volteó pero me habría encantado decirle que tenía la boca llena de razón, que sólo leí Zaratustra y a medias, que en el tiempo en que lo leí sufría y si lo leí sólo fue para quemar las horas, cosa que después comprendí era imposible: para realmente quemar el tiempo hay que estar fuera de este universo y para salir de este universo hay que nunca haber entrado en él. Lo que sí le dije fue que me acordaba de una cueva donde Zaratustra le habla a unos fantasmas y los regaña y los disuelve. No es así, pendejo, resolvió el freak que en el fondo admiro y que los demás odian; primero, porque no estrecha la mano a nadie; antes, porque es distinto.
Con esa visible prueba de fragilidad epistemológica terminé de convencerme que mis averiguaciones filosóficas –y de paso las espirituales- no eran tan avanzadas como creía, lo que me llevó a mandarme a la mierda a mí y a todos los que se parecían mucho a mí, amistades varias incluidas y por supuesto ídolos. Un día de lluvia –un tres de octubre para ser exactos- dejé que se mojaran las Confesiones de Francisco de Asís y enseguida fui a comprarme un par de camisas elegantes, resuelto a que el interior que había anhelado era semejante-el mismo-igual-idéntico al exterior que mi fiebre de tibetano enlatado rechazaba. Así las cosas, y sin buscarlo, se acercaron a mí mujeres que veían en mí una especie de poeta sin dolor ni poesía y con facilidades. Me vendí al mejor postor –y vale decir, a las peores.  Unas querían robar mi alma y aplastarla en el piso del infierno, otras me ofrecieron su amor ilimitado, sincero y santo: a todas fallé. Más me convino el ascetismo, la melancolía, las masturbaciones, los días frugales.
En estas condiciones que se fueron truncando en monotonía e insipidez, o mejor será decir, entre los elementos que conformaban lo que con certeza suponía que era mi vida, di con un hecho significativo y a la larga inevitable: que estaba muerto, que estoy implacablemente muerto. Percatarme de ello concedió propósito a mi sentido de extrañeza frente al mundo y de una precaria y continua sensación de atolondramiento concluí que nada de esto, de todo esto (pero debemos ser sinceros) está ocurriendo. Los que mueren pasan a mejor vida y cuánta razón. Pero, más allá de sentimientos pasajeros, ¿de qué me sirvió ese minuto de avispamiento, de lucidez milenaria? But of course: de nada. Perdí en la batalla contra los alacranes: cayó mi pie en uno de sus nidos y si no morí es porque no eran venenosos, lo que me resta plática. Así es que contraté cable para mi televisión, reservada hasta entonces para Tarkovski y Fellini, y me puse a mirar canales de comedia gringa, canales españoles y canales con la mejor música del momento. Una noche que miraba un robo de banco por televisión española me habló Gioconda, una amiga que conocí en un curso para leer más rápido. Sin despegar los ojos de la tele donde los ladrones amenazaban a los rehenes y pedían por teléfono una furgoneta, le intenté explicar a Gioconda que estaba muerto. Muerte en vida prematura, creo que sí. No se oyó muy convencida e hizo un chiste pobre de que vendría a sacarme del féretro en que vivía para irnos a bailar. Al término del asalto del banco, extrañamente sin ningún cadáver, me quedé pensando en las palabras de Gioconda y dije (vi mi voz estamparse en las paredes): claro, este departamento es mi tumba, con razón tanto ladrillo, con razón tanta ventana, porque lo más importante es no dejar a los muertos en el aire libre. Y también dije o pregoné: aquello que nos mata no ha de enterrarnos de súbito sino que ha de darnos la ilusión de que vivimos. Ha de darnos un pequeño espacio donde nos ventilemos, donde entremos y salgamos. Carajo, me dije, mirando revolotear una mariposa alrededor del foco de tungsteno.
Llegó Gioconda y fuimos con un amigo suyo que juró era lindísimo. Cuarentón pero lindísimo, dijo. Nos esperaba en el fondo de un bar medio oscuro, remojando galletas en su tarro de cerveza, con la sonrisa propia de quien lleva años sonriendo. No sé si era lindísimo; cuando le intenté explicar que yo estaba muerto me preguntó si tenía alguna ideología y de qué trataba, cuál era mi edad y mis estudios, si tenía sida; para rematar me habló de un grupo de amigos de Pachuca con ideas como las mías que seguramente me publicarían en su revista. Sentí una repugnancia tan grande que fui al baño a vomitar. Gioconda, preocupada, me llevó a casa.
Platicamos más tranquilamente allí, con música de Blonde Redhead, The Velvet Underground, Sebastien Tellier y Café Tacuba. La invité a quedarse. No tenía sofá pero podíamos compartir la cama matrimonial; expliqué que no quería nada con ella. ¿Y así esperas que me quede?, preguntó. No supe qué hacer. Le pasé la mano por la cara y nada más. Entonces no quieres nada conmigo, dijo, entre resignada y sorprendida. Sólo quería que no tomaras un taxi a esta hora, aquí puedes dormir y despertar en paz mañana. Gioconda era guapísima. Muchos hombres darían todo por ella. ¿Qué quieres?, remató. Quiero saber qué es lo que quieres.
Cerré los ojos. Me sentí como un niño mirado por su madre, pero no una madre humana sino animal. A lo lejos, pero muy a lo lejos, una niña hablaba como por debajo de los coches. Cada sonido estaba bien así, en su sitio. Abrí los ojos y le susurré al oído qué es lo que quería. Se echó a reír tirando patadas y manotazos en el aire. Su risa era también guapa. Abrió los brazos y lamí su ombligo y el resto de su cuerpo. Ella también absorbió cada partícula de mi cuerpo en su boca. Todo se trataba de eso, de las partículas moviéndose. El amanecer nos tomó despiertos, Gioconda acariciándome el estómago y yo tarareando canciones que ella tenía que adivinar y que a veces adivinaba. Me propuso desayunar y después ir a la feria del libro que estaba junto al lago. Dudé pero insistió. Tú sabes que leo, dije. Vamos, no pasa nada. Y en efecto, ¿qué pasa que no pasa nada? Perdí mi pelea contra las libélulas. Fin.
Nos dieron un programa amarillo con las actividades de la feria. Escuchamos la conferencia de un novelista más preocupado por compararse a otros escritores, a quienes odiaba, que por hablar de su obra. Soy un escritor de segunda, recalcó, orgullosamente de segunda. La verdad no se le veía que estuviera orgulloso de nada. Tengo náuseas, murmuré. Gioconda me tomó la mano y nos trasladamos a otra sala donde leía una poeta llamada Socorro.
Socorro había venido desde Durango a leernos sus poemas. Las sillas estaban abarrotadas por mujeres. Me alarmó ver un montón de cabelleras largas y cortas y lacias y chinas. Los poemas de Socorro hablaban de granos de maíz y de canastas; elegía buenos epígrafes, especialmente uno de Paul Celan sobre un árbol que mete sus ramas a un río como si fueran brazos. Con Socorro no sentí náuseas; al contrario, la imaginé desnuda en un valle, con bigotes de gato, bajo una sombrilla colorida y grande. Leyó un poema sobre los asesinatos de mujeres en ciudad Juárez y en varios versos mencionó el esperma de los violadores. No lo pudo terminar. Se echó a llorar y todos le aplaudimos. Dijo que nuestro país estaba azotado por la violencia y por políticos de mierda y todos le aplaudimos. Al fin intentó recordar unos poemas eróticos pero no pudo. Allí empieza la tristeza, no en que se ha olvidado algo sino en intuir que ya no se podrá recordar.
Caminamos al lago. A unos metros se daba un homenaje a un cronista fallecido apenas días antes. Cuando habló el caricaturista se me hizo un nudo en la garganta. Gioconda me vio extrañada. Le dije que había muerto el cronista, como si eso me justificara.
Un fotógrafo fue el último en hablar y dijo que el cronista estaría detrás burlándose de todos. Su comentario fue ingenioso y muchos rieron pero el fotógrafo, que había sido amigo del cronista, y yo no pudimos no llorar y me levanté y caminé hacia el lago y Gioconda me dejó ir. En la orilla del lago, donde nadie podía verme a los ojos, lloré con torpeza, sacando lento el escozor podrido. Sentí unos brazos pasar por mi cintura y una cara ponerse junto a la mía. Escribe tú, dijo la voz de Gioconda. Escribe lo tuyo. Pero en ese instante ni el lago ni la ciudad ni el aire ni Gioconda ni las sombras eran mías. Estamos muertos todos, es lo único, y Gioconda, pero podía no ser Gioconda, me siguió abrazando fuerte y la briza pasó destruyendo el reposo del lago. 

De La orilla de los mares ©