C. Q.


Cuauhtémoc Quetzalcóatl –ese nombre le pusieron sus padres, que pregonaban el misticismo azteca- se emborrachaba como nadie, pero abstemio, loco, lúcido o ebrio, era una especie de mesías de la taberna. A diferencia de los demás, Cuauhtémoc miraba con una intensidad que todo mundo quería verlo; y no hablaba, no decía ni dijo jamás gran cosa, pero Cuauhtémoc Quetzalcóatl sonreía, y todo mundo sonreía con él. A mí, al principio, me pareció pedante o astuto, pero a larga terminamos bailando con las mujeres que, por ley, se le arrimaban. Qué felicidad aquella. Cuauhtémoc, sin proponérselo, besaba cada noche a alguna de las más bellas del pueblo, lo que provocaba la ira de los maridos que salían a asediarlo. Pero, entre sus virtudes, estaba desaparecer o esconderse. Y durante horas o semanas nada sabíamos del paradero de Cuauhtémoc Quetzalcóatl, que irremediablemente volvía, abriéndose paso entre los niños y los pubertos que lo ovacionaban, y entre los hombres que lo envidiaban o admiraban, como un Cristo irredento, y entre las mujeres como uno más pero como el que lleva la ligereza de la vida. Fue tal la ausencia de peso que Cuauhtémoc Quetzalcóatl demostró en su paso por el pueblo que cuando se lió en una orgía en que participó la esposa del gobernador, y el ejército y la policía y los simples tiranos salieron en su búsqueda, Cuauhtémoc corrió tanto que terminó jadeando, torpe a mitad de una calle para olvidar. Y ahí, cuando vio correr a los hombres que también jadeaban, pero con celos o ira, y se le acercaban con antorchas y pistolas a lincharle, Cuauhtémoc Quetzalcóatl tuvo la sonrisa más torpe de todas, y no se sabe en qué pensaba pero volvió a correr y ahora comenzó a elevarse, como si tuviera alas, volando como una deidad imposible. 

De La orilla de los mares ©