Está el flamboyán, el árbol de limón, hay árboles cuyas semillas son del tamaño de la manija redonda de una puerta. Hay el gran ave llamado tocoloro. Hay flores raras con formas y colores que al combinarse originan el desconcierto de uno que no está acostumbrado a ellas; además causan el concierto de los pájaros que buscan su alimento en el centro de estas flores, y el concierto de los cielos, que día tras día cantan en azules de silencio por la vida de estas flores tan extrañas, tan así, con la desnudez de un ser al que no le importa ser herido al momento de mostrarse, con la desnudez de una inocencia que prefiere vivir para los demás que esconderse o refugiarse.
No sólo son azules los cantos de los cielos porque en los atardeceres de esta ciudad el cielo se cubre de rojizos y naranjas, para después volverse un largo y hondo negro tocado por esas semillas relumbrantes conocidas como estrellas.
Pero permanezco ahora frente a las palmeras, frente a las flores rojas que solicitan la tormenta para no caerse demasiado, frente a una mujer de muchos años que está tejiendo un vestido rojo tan rojo como las flores de la izquierda de mis ojos, sentada en una mecedora (estas sillas son frecuentes por acá) y a la que le distrae el sonoro alzar del vuelo de un pájaro, no, es una paloma. No será hasta la muerte del sol que uno se encamine al malecón que día con día es destruido por un sereno mar que no sabe de la prisa. Un mar que mostrará el silencio, el camino de la más alta inteligencia. Un camino de agua salada y de caricias y de gloria y esplendor.
Hay un sentimiento abriéndose en el bajo vientre y que va hacia el pecho y hacia las plantas de los pies. No estoy acostumbrado ni a estas flores ni a este sentimiento, unas y otras son cosas que llegan como inesperadamente caen los oscuros frutillos de un árbol que no tiene tronco sino cientas de venas que suben entremezclándose con fuerza.
No me acostumbro a nada y la vida es inmensa.

La Habana