Todos temen que les vaya a caer una bomba encima o un semáforo o un pájaro
muy grande. Yo temo todo esto pero lo que no puedo temer y el resto sí es el silencio
en las conversaciones. Allí donde se rompe la jerga, allí donde se apaga la luz
humana y todos se miran como esperando un reinicio, una reactivación del habla, allí
estoy yo, muy presente. No siempre he sido así, un día cualquiera comenzó a
suceder. No es que perdiera el interés, o tal vez sí. Tampoco es que me importara
muchísimo, pero lo noté. Con facilidad las reuniones a las que asistía se hundían en la
más cruel desesperación; todos nos mirábamos y nadie decía nada y lo de siempre:
uno hacía un comentario rebuscado, otro se marchaba, otro se reía y decía: ah, qué
silencio. Yo me quedaba quieto y sentía una extraña felicidad que terminó viciándome.
Por fortuna no me aisló: he averiguado que más de uno al que le sucede este
fenómeno termina con una vida ascética o en el manicomio o el suicidio. Yo, en
cambio, me ejercité: me paraba como un soldado en medio del círculo social, pequeño
o numeroso, de índole varia, y miraba los ojos de mis semejantes. Por lo común
procedían a evadirme. Días pasaron y aunque a veces más de uno se sentía inspirado
y ameno, aparecía la situación incómoda de mutis y salía victorioso. Fui anotando las
reacciones, los movimientos nerviosos de manos, las risas catastróficas, las palabras
que se alzaban, cínicas, en su belleza estúpida. Me pregunté: ¿por qué nos aterra
tanto no tener nada de qué hablar?, lo que ineludiblemente me llevó a: ¿por qué nos
aterra tanto no ser interesantes? Pero la mía nunca fue una investigación intelectual.
Así reconocido, una tarde modifiqué mi táctica. Me invitaron unos amigos a la
presentación de una revista. Había gran bullicio y el itinerario marchó con propiedad y
alegría y en el desenlace brindamos y nos juntamos en círculos o bolitas (como se
quiera) a platicar. Quedaron conmigo una novelista de renombre, un editor y tres
personas del público con amplios intereses culturales. Cuando nos quedamos sin
habla, lancé un escupitajo al piso y me quedé mirando, temerario, con la serenidad
propia de un samurái. Uno intentó sonreír pero inmediatamente lo abordé con la
mirada y le indiqué que la mía no era una broma. Por primera vez el diálogo no intentó
su reintegridad y los parlantes se dispersaron como si hubieran tenido en frente a una
serpiente. Unas veces escupía de esta manera, otras pegaba un grito gigantesco,
otras ladraba o me ponía en posición de estatua y no volvía a abrir la boca hasta que
todos se largaban. En fin.
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