El amo





Había una vez un hombre que no podía mover los objetos. Si quería mover las hojas de un árbol no se movían más de lo que las movía el aire. Y no se diga si trataba de mover un libro de lugar o levantar un teléfono para decir "¿bueno?" o lavar los trastes... ¡como si tratara de levantar montañas, vamos!
Había un encargado, entonces, de llevarle el garrafón, y otro más para servirle el agua, y este mismo para dárselo a beber. Y las monedas permanecían en los bolsillos de su pantalón. Y también era auxiliado a la hora de vestirse.
Fuera de esto, todo ocurría con normalidad.
Su felicidad era la nieve de invierno. Ella tampoco podía mover ninguna cosa y se comprendían mutuamente.
Su placer: las mujeres, a las que podía enamorar y penetrar como ese fantasma que a veces desean.
Un día, emocionado porque se estrenaba una película de Bertolucci, su director de cine favorito, salió corriendo pero, para su desconsuelo, no encontró al portero, ¡debía ser su hora de descanso!, y la puerta y todas las ventanas estaban cerradas.
Se inquietó. Esperó unos segundos y cerró los ojos, desesperado.
Los cerró con tanto ahínco que sucedió un terremoto de 7.8 grados Richter. Él era el amo.
Él había inventado todas las cosas que ya no podía sujetarlas. 


De La orilla de los mares  ©