¿Qué vio ese hombre en mí? No lo sé. Pero de su boca salieron palabras como un torrente; palabras dulces y peligrosas, intensas y delicadas, como las de la poesía que declamaban los chicos en las esquinas de los sueños, vociferando en murmullos alientos que ese hombre no tenía boca para nombrar. Es que así como yo de la luz él se hizo del silencio, pero ese día que me vio y comenzó a irse –aunque entonces no lo supe sino después, sólo fue hasta después que quedó muy claro que fue en ese momento en que comenzó a irse-, ese día no alcanzó a decir las palabras que diría después, cuando le enseñaron a mentir, ese día dijo la verdad, y su boca se llenó de flores, y su corazón se aceleró que pude sentirlo, y quererlo, y comprenderlo, y amarlo no sólo como el hombre del que me había enamorado, sino amarlo como a un hermano, como a un hijo de esta luz pero que se ha perdido por ir más lejos que nosotros, por alcanzar algo que había estado buscando desde antes que nos conociéramos, algo que había estado esperando por meses, años, décadas y quién sabe si siglos, o por no sé qué razón. Pero ya no se trataba de mí sino de un llamado interior en él pero también en mí –en este mundo. ¿Sabes cuál es la paradoja? Que fue entonces cuando más le admiré. Pero al mismo tiempo sabía que ya no era mío, ni yo de él; que se había roto un lazo, que lo que se lleva adentro es inevitable como el destino; yo entonces no lo sabía, yo entonces lloré; pero después supe, que había, que hay, historias así… hombres así… en algún lugar del tiempo, oscuros, necesarios, sedientos, de quienes depende el mundo o algo que se va tejiendo con hilos de bondad… los despojados de la tierra, los arrancados de todo, pero sobre todo él, que me encontró para después perderse y del que yo te quiero hablar…

Fragmento de un cuento