El aire cerró tus ojos.
Llegaste a casa, entre jardines descuidados.
La hallaste sin puerta, sin muebles, sin ventanas.
Tú eras el pasillo por el que caminaron liebres.
Tú eras las paredes donde se proyectaron rojas sombras.
Nadie te oía.

Pero la verdad de un corazón que se hizo en lo alto
está predestinada a aparecer
y disolver los murmullos de una casa
de la que ahora eres dueña.
Entró el mar a tu vientre.
Elegiste el vitral azul para tu techo y que la lluvia lo empapara;
sin percatarte el cielo te miró cuando más reías
y siguió mirándote aún cuando, desnuda, te arrancaste la piel
para no estar más desnuda; cuando inocente, devolviste la traición
porque no era suficiente tu inocencia.
Compusiste el piso; retiraste las raíces e insectos que con el tiempo
se apoderaron de la casa. Inventaste balcones donde nada había:
un balcón que daba hacia la calle y otro hacia el jardín trasero y otro más orientado hacia un lugar remoto donde todo era sencillo.
Las escaleras las dejaste a la imaginación de los personajes retratados que clavaste en la pared, personajes de una estirpe maravillosa que reinventaba la escalera cada día, peldaños de roble o saúco u obsidiana; barandales varios. Un día se quedaron dormidos y te dejaron sin escalera tres días arriba; entonces lloraste y aprendiste a volar.
Enterraste tu sótano, supiste que los fantasmas de tu casa provenían de otro lado; los alimentaste y cobijaste por un tiempo para después indicarles su camino. Nunca hablaron contigo pero aprendiste a callar con ellos.
Y a la hora de la luna o de las flores o del canto -no era tanto de la luna, de las flores o del canto- saliste a pasear por esos bosques, laberintos y calles -no era tanto de los bosques, laberintos y calles-, caminaste -no era tanto del camino; no era tanto de ti. El aire cerró tus ojos. Estás completa.