Los Vagabundos
Asisto con fatalidad al encuentro de los vagabundos. Felipe extiende un periódico y lo plancha con sus manos. Se sienta en él.
- Hay que ir haciendo fuerte nuestro espíritu. –dice, desempolva su chamarra y lo miro. - ¿O qué nos queda muchacho?
A veces habla de este modo y me molestaría oírlo en uno de esos monjes, pero a él le creo. Felipe es un viejo que truena su silbato, y cuida y lava coches.
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Ha llegado Lonso con su red de pesca. La arroja al río. Dice que lo hace porque la vida nada más sorprende al que está preparado. Dice que debajo de esas aguas turbias corren tesoros pero sólo una vez ha agarrado algo similar a un tesoro. Era una pequeña valija con vestidos de mujer; todos estaban en buenas condiciones y había de muchos tipos, y aunque no podría ganarse más que unas monedas con eso a todos los que estábamos ahí nos dio un gran sentimiento. Calculamos que la mujer de los vestidos tendría unos treinta o cuarenta años. Y cada quien la imaginó a su manera.
Recuerdo cuando tenía una casa y en esa casa el viento azotaba las puertas.
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El hallazgo del puente fue fortuito. Yo había…
- No tienes qué decir de dónde vienes. -dice Lica, también le dicen la huesuda por lo que es evidente. Se peina mucho pero nunca parece estar peinada. Y pasa mucho rato con sus grandes ojos en las aguas negras del río, como si fueran un mar.
- No tienes que decir quién eres ni por qué estás aquí con nosotros -ha agregado, como si supiera bien lo que estoy pensando, lo que estoy poniendo ahora mismo en mi libreta. Ella sabe qué es lo que escribo, se lo he leído alguna vez, y puede que le guste aunque nunca diga mucho.
Los ojos de Lica son del color de un árbol amarillo que está allá arriba, subiendo las escaleras, pasando el puente. Entre los árboles verdes que pisan la banqueta está ese árbol, y sus hojas amarillas se mezclan en la acera con las verdes hasta que las arrastra con su escoba el barrendero, que ocasionalmente se acerca con nosotros. Los ojos de Lica son como las hojas amarillas a los quince días de estar muriendo, cuando el barrendero las mete en su basurero de ruedas y yo voy y le pido que me obsequie unas hojas para ver los ojos de Lica, para ver…
- No rehúyas describiendo. No hace falta que digas tanta cosa. –ha dicho Lica, y sus ojos me alumbran.
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- Sentir la tierra –murmura o proclama Felipe de la nada- eso es lo más importante para un hombre, cualquier hombre.
Su voz parece venir de más lejos que el río, incluso parece borrar al río, al puente, a la carretera.
- Todos tienen que dejar algo atrás. Todos están aprisionados a lo que deberían dejar atrás. Tú lo dejaste, ¿no es cierto? Y sin embargo hay días que tienes una cara de no poder seguir, sientes culpa, una obligación para con los fantasmas del pasado. Hay días que incluso yo creo que volverás, que no te volveremos a ver por aquí, eres joven y tendrás más de una oportunidad para ser cobarde, pero te voy a decir una cosa, el pasado es un ataúd y todos tenemos que cerrar ese ataúd y hacer un largo sacrificio para que el destino ponga sus ojos sobre de uno y vea que hay valor en uno y entonces diga: “está bien, este hombre tiene valor, este hombre ha buscado con todas sus ansias sentir larga y profundamente la tierra. Lo haré peregrinar, lo haré volver a ser él mismo y luego morirá”. Y entonces todo está bien.
Más allá de los bosques y las montañas están otras ciudades. Y esas otras ciudades es a donde lleva la carretera. Y la carretera viene del puerto, las construcciones, las casas, las calles, las playas, los comercios. Y en medio estamos nosotros. Pero no sé exactamente a qué punto se ha ido la voz ronca de Felipe.
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Demoniacos, visionarios, hambrientos, han perdido todo sin haber perdido la gentileza de los justos. No dejaron de insistirme en que debía estar presente la noche del sábado, día del santo Santiago, primo hermano del Señor, cosa extraña. Había que cantarle, llevarle flores y agradecerle lo hecho por nosotros. Yo aún no sabía qué había hecho Santiago por mí, y poco me aparecía ya por el puente; el viernes previo renuncié al trabajo que me consumía el tiempo y la mente con suficientes billetes en el bolsillo. Traje un mezcal que la mayoría degustó en crecidos sorbos.
La noche del sábado fue invadida de taladros; a unos cien metros de nuestra parte del río estaban perforando la tierra, metiéndole tuberías. Álvaro, no he hablado de Álvaro, encendía la fogata y Lica se cortaba el pelo echándolo a las llamas. El resto iba llegando o ya se había acomodado en derredor.
- Léenos algo –me pidieron. Les leí un cuento ruso que los fascinó. Acostumbraba a sacar libros de la biblioteca pública y les leía.
Cenamos, conversamos, Felipe cantó a su santo, una guitarra con la mitad de las cuerdas le acompañó y nadie dejó en toda la noche que la leña se agotara. Santiago nunca baja de su caballo y en su honor danzamos.
Amaneciendo les leí un poema. Los vagabundos asintieron y más de uno reveló muestras de entusiasmo, pero otro dijo:
- ¡Espera!, ¿y si un día empiezan a desaparecer, una por una, las letras de los alfabetos?, ¿qué harás para leernos?
Me quedó resonando "una por una" y pensé que tendrían que ser las vocales las primeras en desaparecer. No supe qué responder y todos dieron por perdida la literatura, me pidieron que por consiguiente quemara el texto y lo quemé.
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5 am. Álvaro decidió que había llegado el mejor momento para ir a pescar, no explicó por qué, y Lica y yo le acompañamos a la playa donde tenía su bote atado. Ahí Lica se encueró y se metió al mar y loco por ver brillante las aguas del mar y loco por ver a Lica en calzones, sus senos colgando como frutillas de mercado, la seguí, y vimos el bote de Álvaro desaparecer en un lugar lejano.
Luego estuvimos caminando por el malecón. Nos colamos por la ventana al cuarto de un hotel muy lindo, tres estrellas, sacamos cuanta comida pudimos de la cocina y colocamos el buró más pesado contra la puerta. Hay que ser lo más silenciosos que podamos, más tarde los empleados van a venir, le dije a Lica y ella soltó una carcajada de lo más estruendosa y desafinada. Comimos mucha fruta y panes dulces y cremosos, bebimos café y naranjadas, vimos una película en la televisión que nos ató el cuello al llanto, jugamos bromas por teléfono como dos escuincles, nos bañamos con el agua hirviendo; ahí Lica llegó a la conclusión que se había inventando la regadera no porque quisiéramos quitarnos la suciedad, no nos importa estar sucios, lo que sucede, dijo, es que como tenemos un instinto y unas ganas recurrentes de mojarnos, la regadera es lo más efectivo para mojarnos por entero aún en los meses que no hay lluvia. Esto lo decía mientras yo le enjabonaba la espalda; tenía ataques de comezón en la columna vertebral. Terminada su teoría, era mucho más larga y amena de lo que he escrito aquí, se puso a chiflar y a chiflar y yo no dejaba de enjabonarle la espalda, Lica, los hombros, las nalgas, Lica, los muslos, me agaché para lavarle los pies mugrosos de caminar descalza, Lica, y ella no dejó de chiflar, Lica te amo, No me amas, sólo me estás enjabonando.
Nos metimos entre las sábanas para secarnos, nos apretamos el uno contra el otro y sin mirarnos mucho nos besamos porque era besar o morir. Hoy domingo es mi cumpleaños, recordé mientras la tomaba por la cadera debajo de la cama cuyas colchas desbaratamos haciendo el amor. Ella tenía su mano izquierda en una almohada grande y con la derecha me acariciaba la cabeza como a un perro, no dijimos nada por un rato y continuamos fornicando hasta que se hizo de noche, y en el letargo espiritual que sigue al orgasmo, se oyeron golpes en la puerta. Los gemidos de Lica habrían llamado la atención.
- Feliz día. -me dijo al fugarnos. No alcancé a decirle ¿feliz día por qué?, ¿es que entonces lo sabes?, y se perdió en la noche, en las calles cuyos nombres son borrados cuando se hace de noche.
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Me encontré a Lonso en la biblioteca pública. Me explicó que recién había dado en el río con un libro de letras misteriosas. Me lo enseñó: la verdad que se podía encontrar en cualquier lado, y no sé por qué las letras eran misteriosas, tal vez porque estaban corridas por el agua. Me hice el asombrado y me pidió si le podía leer la copia que había hallado en los estantes. No sabía leer y llevaba unas horas viendo nada más que las imágenes. Así es que pasamos toda la tarde desentrañando lo que aquel libro decía: era algo así como un tratado biológico sobre los insectos y yo volteaba a ver a Lonso para ver si no se desilusionaba.
Todo lo contrario: a partir de ese día se la pasa buscando todos los bichos mencionados en el libro; a veces le ayudo y ahora en vez de tener su red en el río la tiene en el bosque para atrapar mariposas, grillos, libélulas, arañas, coleópteros y todo lo que se le ocurre. Los atrapa, los mira, dialoga con ellos, les da de comer azúcar o gusanos y luego de un rato los libera despidiéndose efusivamente, a veces con llanto.
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Álvaro, recto, tímido, una de sus manos le sujeta el brazo opuesto. Tiene el rostro lleno de moretones, con raspones y sangre seca.
- ¿Recuerdas ese día? En serio parecía que tenías cola de pez. -cada tanto me lo recuerda, como si la imagen lo asaltara.
Ese día me eché a nadar al mar harto del calor y no paré en más de once horas. Álvaro estaba pescando en su lancha y me vio y fue a decirme que no nadara ahí, que no era buen lugar. Ya se estaba acercando cuando me hundí. Álvaro se lanzó al agua y en el primer intento no dio conmigo. Salió y se quedó flotando, respiró hondo, se sumergió de nuevo y me cogió del pelo. Estaba muerto, mi boca sangraba y a mi cuerpo no le hubiera venido mal estallar en pedacitos: después de tanto dolor, tanto frío, a nada le vendría mal estallar por último. Álvaro me cubrió con una de esas redes de pesca, me sopló en la boca y me oprimió el pecho una y otra vez sin recibir respuesta. Pero Álvaro no quería regresar a la costa con un muerto y me agarró a cachetadas. Extrañamente funcionó. Luego de cachetearme varias veces volví y vomité.
- ¿Qué te parece que te transformaste en un pez? ¡Un maldito pez que quería ir al fondo del mar! ¡Pero yo te pesqué! –estalla en una de esas risotadas que espantarían a cualquiera. Luego se distrae y sus ojos cambian de calibre como si se le hubiera metido en la cabeza la tonadita de alguna canción y se preguntara a dónde fue que la escuchó y con quién, y le recordara un baile, un pueblo, una cara.
Pero la verdad no sé qué piensa.
Se vuelve a reír y mueve la cabeza de un punto a otro, negando. Ahora sí sé decir que está pensando en lo del pez, el cabrón está segurísimo de que me pescó y no para de reír.
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Álvaro golpeado, Felipe enfermo, Lica desnutrida, Lonso perdido entre los árboles, Álvaro en la sangre, Felipe sentado, Lica en la sangre, Lonso con la sangre de los árboles.
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- Hace mucho que no escribes. -me decía Felipe, sacándose las manos del frío. Hacía frío y yo estaba seguro que el río iba a secarse en cualquier instante. No sé, creía que se iban a inundar todas las calles, y eso no me importaba, pero quedarnos con un río vacío era lo más triste del mundo. Felipe cerró los ojos pero siguió hablando, ¿por qué hablaba con los ojos cerrados? Parecía no darse cuenta que los había cerrado, entonces yo hice lo mismo y escuché a Felipe pero no le seguía bien la conversación, quiero decir que no me interesaba en absoluto, y me fui quedando a solas con el mal sabor de boca de no poder salvar el río, y las voces se iban quedando regadas por ahí. Luego me harté de que tuviéramos los ojos cerrados.
- Mira qué bonita feria –dijo Felipe.
Allí estaba una feria de un momento a otro porque aquello era un sueño, sin duda. Decidí no confesar que era la primera vez que iba a una feria y me sentí virgen, vulnerable. Le dije que por favor no entráramos. Y Felipe súbitamente se calló. Nos quedamos en la entrada, parados, sin saber qué hacer. A unos metros de nosotros llegó un caballo que echó sus ojos para todos lados y luego se puso a relinchar. Pronto llegó otro caballo, más grande, y los dos se miraron. Me sentía extraño porque aún sabiendo que era un sueño seguía pensando en nuestro río, me arrodillé y lamí la tierra, que no era más que polvo, polvo mojado.
Al despertar lo primero que veo es mi libreta abierta, las palabras esperando a ver quién se atreve a caminar por encima de ellas.
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Invité a los vagabundos a la feria. Me dijeron que había una a ochenta kilómetros. Sólo a Lica le conté mi sueño, y aunque tenía cara de entrever que no le estaba contando todo, le dije que no quería hacer el cuento largo.
Jugamos para lo que nos alcanzó, resulté ser bueno en el tiro con rifle y gané un peluche de cebra que regalé a Natalia, la hija que de vez en cuando ve Álvaro, se puso muy contenta y me dio un beso en el cachete. Tiene ocho años. Nos pidió que fuéramos a la rueda de la fortuna y allí fuimos. Sentados en parejas, Álvaro y su hija, Felipe y Lonso, Lica y yo, un señor de boina tiró de la palanca. Sentí vértigo. Casi hasta arriba se detuvo la máquina, Lica me tomó por el brazo y suspiró; yo me puse a ver las luces de la bahía y, sin saber cómo, mis ojos empezaron a subir y a mirar las nubes grises descompuestas en el cielo, y no cesaron de trepar mirándolo todo y volteé hacía abajo y la feria era apenas un punto lejano y luminoso. No era ese un cielo sino el torbellino de los escusados cuando les jalas. Respiré la mierda pura de la muerte y me percaté que esa noche era una noche impecable para morir, pero la verdad es que no vale la pena morir. Buen lugar para decir adiós, me rindo mirando las luces de la bahía, me largo oyendo los susurros de las aves que no pueden o no saben ya dormir, muevo la mano en signo de luto sintiendo venir hacia mí los vapores de la sombra inmensa que me absorbe y me estrecha contra sí. Pero vuelvo los ojos a Lica, a su pelo, al perfil de su cara, y la rueda de la fortuna avanza, se pone en marcha otra vez.