La contraseña

Muertos sus ojos, luego de leer todos los libros (exagero, pero han sido miles); habiendo probado cuantas frases depara la imaginación (vuelvo a exagerar, pero es desgarrador su esfuerzo); siendo negado una y otra vez por el guardia que en un principio decía "erróneo" y ahora se limita a menear la cabeza; cansada su mente y cansado su cuerpo por probar todas las posturas de meditación que enseña Oriente, creyendo que en su interior la contraseña habría estado; arrodillada su voz por decirlo todo, muerto de sed casi por entonar palabras de ciento y diecisiete idiomas con sus combinaciones y modular tonos de voz en sus infinitos matices; menguado su deseo tras invertir lo que pesa algo así como tres centenares de siglos intentando derribar al guardia que no le permite la entrada a menos que presente la clave correcta, por fin se resigna. Está en el suelo como un perro enfermo o herido o como un esclavo humillado. Encuentra polvo, que arenilla negruzca se le pega en su frente que suda y en las yemas de los dedos que sudan y se levanta: se dirige directamente al umbral y, como siempre, es interceptado por el guardia que el paso le cierra. Lo mira, pero ya no como antes, ni siquiera se puede asegurar que lo mira. Pasa a su lado y por fin se interna.